Doisneau retrato un París de posguerra con buen corazón, es decir, mezclando algo de azar, ingenio y sensibilidad en cada uno de sus disparos, enseñándonos con sus fotos que la falta de indiferencia es el conjuro para que la realidad nos muestre todo su sentido en una fulguración pasajera. El punto de partida es siempre cierta bonhomía fotográfica, un humanismo visual que se esparce generosamente por las calles parisienses fotografiando niños, perros, miradas que delatan a su portador en un bar o en un escaparate, en resumen, cierto lirismo cálido que una vez más hace de la fotografía el arte de provocar la sonrisa ante lo asombrosamente asombroso.

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